27 junio 2006

¿Lo que queda de la luz de la razón son las leyes memoriales?

(Esta entrada forma parte de uno de mis trabajos del doctorado)

¿Puede alguien fijar la verdad, blanco sobre negro, y pretender que queda así, congelada, hasta la eternidad? Bueno, si, ... ¿no? A primera vista se podría decir que los matemáticos están acostumbrados a ello; de hecho, la geometría se puede aprender “Los Elementos”, el libro que escribió Euclídes allá por el año 300 ac. No debería de sonarnos raro que queramos fijar las verdades para no estar siempre volviendo sobre los mismos temas sin avanzar, como hacen los filósofos, que siempre dan vueltas a lo mismo, nunca paran pero nunca avanzan. Si el Teorema de Pitágoras o las ecuaciones de Maxwell sobre el electromagnetismo están ya descubiertos, ¿para que perder el tiempo discutiendo sobre ellos? Todo el progreso de la humanidad y los grandes avances médicos, tecnológicos y sociales se deberían basar en esta idea: debemos seguir acumulando sabiduría en beneficio nuestro y de las futuras generaciones.

Todo esto se basa en un par de ideas Ilustradas, la confianza en que la razón puede alcanzar la verdad y la idea de progreso. Todo nuestro sistema político, legal y de convivencia se basa en los principios que desarrollaron los pensadores Ilustrados del siglo XVIII, que ellos soñaron y desearon para sí. De todos sus ideales, el que mas y mejor se ha cumplido es el del derecho a la propiedad privada y la determinación racional de la economía, pero ese tema, como decía Puyol, hoy no toca. La separación de poderes, la libertad de prensa, la democracia representativa, la educación universal, el imperio de la ley y el monopolio legitimo de la violencia en manos del Estado, entre otros, son las ideas reguladoras de los modernos Estados, forman parte de nuestra forma de pensar individual e incluso modelan las relaciones internacionales. No todos ellos se cumplen por igual, cada país y cada Constitución Nacional es un apaño entre las fuerzas que luchan contra estas ideas y las que las defienden. Pero en general, las ideas que inspiran las modernas repúblicas democráticas (y alguna que otra monarquía “republicana” como la nuestra), son las mismas que soñaron los pensadores de la Ilustración.

Todo este paradigma de explicación toma como modelo la racionalidad científico-técnica, que usando las limitadas facultades humanas, la razón, la visión, la voluntad, etcétera, ilumina el mundo, desentraña la realidad, explica lo hasta entonces inexplicable. El héroe ilustrado por excelencia es Newton, que con su sola razón, y a lo sumo un cronómetro y una regla, se bastó para demoler el enorme edificio de superchería en que se había convertido la mezcolanza de aristotelismo y religiosidad que los medievales llamaban ciencia. Kant es el gran pensador de este periodo, y por lo tanto no es de extrañar que quiera extender esta racionalidad científica a todo el conocimiento humano: “[...] la física sólo debe tan provechosa revolución de su método a una idea, la de buscar (no fingir) en la naturaleza lo que la misma razón pone en ella, lo que debe aprender de ella, de lo cual no sabría nada por sí sola”1. En esta cita volvemos a ver el ideal Ilustrado, usar la razón para iluminar la realidad hasta que desvele sus secretos.

Bueno, una vez que hemos fijado la respuesta a la primera cuestión, vamos a por la segunda: la cuestión es que las leyes memoriales pueden fijar la verdad, si en nombre del republicanismo y la ilustración, podemos declarar en una ley lo que pasó o no pasó en el pasado. Me parece que se trata de un intento bientencionado pero ... ya decía Kant que de buenas intenciones estaba el infierno lleno. Las llamadas leyes memoriales son un fenómeno típicamente europeo que consiste en intentar fijar ciertos límites a la libertad de expresión declarando algunas cuestiones que por su relevancia política y/o histórica deben quedar fuera del debate público. Un ejemplo es la reforma del código penal alemán de junio de 1985 que prohíbe negar el Holocausto, y que se completó en diciembre de 1994 contemplando penas de hasta 5 años no sólo por usar o exhibir símbolos nazis, sino también por difundir sus ideas y sobre todo por falsificar la historia y negar la existencia de los Campos de Concentración y el intento de exterminio físico de distintos grupos raciales. El otro ejemplo es Francia, cuyo parlamento ha entrado en una curiosa espiral legislativa que le ha llevado desde que en 1990, la ley Gayssot prohibió la negación del Holocausto, hasta la ley de 23 de febrero de 2005 que obliga a que los programas escolares reconozcan el papel positivo de la presencia francesa en el norte de África.

Esto último, claro, exaltó a todos los franceses de origen argelino o que conozcan medianamente la historia de este episodio de la Historia francesa, plagado de crueldades y vejaciones del pueblo argelino. Pero además supuso la gota que colmó el vaso de la paciencia de muchos intelectuales e historiadores franceses, que han llegado a firmar manifiestos que piden la derogación de estas leyes. Los argumentos son claros:

- el Estado no tiene la función de fijar la verdad científica, entre las tareas que asignamos al Estado nunca, bajo ningún concepto le corresponde la función de fijar la verdad. Desde teorías teocráticas, a veces el Estado tiene la función de trabajar para la salvación de sus ciudadanos (o por lo menos no dificultarla), pero aún en estos casos no es al Estado sino a la correspondiente Iglesia a quien corresponde la tarea.

- el Estado no tiene la función de emitir juicios morales, incluso si aceptamos que es tarea del Estado corresponsabilizarse de la educación de los ciudadanos, y por tanto instruirlos también moralmente; esta tarea no va más allá de promover las virtudes mínimamente necesarias para una convivencia democrática, pero nunca una opción ética concreta2. El Estado sólo puede juzgar en la materia en la que es competente, las leyes, y por tanto sólo puede emitir juicios legales, nunca éticos.

- nadie, ni el Estado, puede opinar con objetividad sobre un asunto del que es parte, este sería un argumento de sentido común que todos admitiríamos de forma clara y evidente si no se tratara del Estado. Resulta que en este caso es, por ejemplo, el propio Estado Francés, el que mandó el ejercito a “pacificar” la Cabilia, el que ahora se permite decir que eso fue positivo. ¡Claro, que iba a decir!

El resultado de esta situación es que el Estado Francés se está comportando, con respecto a la Historia, de la misma manera en que lo hacían los Estados Totalitarios, ya sea el franquismo o el estalinismo, manipulándola y retorciéndola, dictando que es lo que pasó y lo que no pasó, para presentarse con una cierta legitimidad o para crear una ficción histórica interesada al servicio de sus intereses o sus intenciones; como dice Jacques Le Goff “la conmemoración del pasado conoce un punto culminante en la Alemania nazi y la Italia fascista”3. Esta es una tentación muy fuerte dentro de las formas de pensamiento nacionalista, pero no le es exclusiva, sólo es más habitual en ellos.

Además de los argumentos que he expuesto antes, yo veo otra cuestión para oponerse a este intento de fijar la Historia desde los Parlamentos, el que llamaré el problema de las generaciones futuras. Decidir ahora sobre la verdad de un hecho histórico de una manera tan tajante, fijándola por ley, castra la posibilidad de nuestros “hijos” de explorar por sí mismos y buscar la verdad por sus propios medios. Ya que estamos hoy kantianos, seguiremos el breve artículo de Kant sobre la Ilustración, donde encontramos el siguiente argumento: ¿que pasaría si un concilio de sabios jurara sobre un cierto símbolo religioso, por ejemplo, y pretendiera eternizarlo en aras de la paz religiosa? Según Kant, sería comprensible tal actitud, pero constituiría un auténtico “crimen contra la humanidad”; según sus propias palabras “Ninguna época puede comprometerse bajo juramento a poner a la siguiente en condiciones que le hagan imposible extender sus conocimientos (principalmente los de tal importancia), corregir los errores y, en general, progresar en ilustración. Ello constituiría un crimen contra la naturaleza humana, cuya determinación originaria consiste precisamente en este progreso, y los descendientes tendrían pleno derecho a rechazar tales resoluciones como adoptadas ilegítima y abusivamente”4.

Cabría preguntarse si se trata de algo absolutamente irracional, si es insensato pensar que la verdad puede depender de un acuerdo. Debo responder que no, y que de hecho, el pensamiento filosófico actual está protagonizado por la llamada ética discursiva de J. Habermas y K.O. Apel, que viene a decir que las reglas de un diálogo ideal entre dialogantes ideales son la garantía de alcanzar una verdad cuya calidad y cualidad le permitan regir nuestra convivencia. Para decirlo más claro, la propuesta de Apel y Habermas consiste en sostener que es el diálogo el método para alcanzar la verdad. Para ello se tendrían que dar varias circunstancias: unas reglas de diálogo que maximizaran la aportación de cada uno de los dialogantes, de manera que todos aportaran, en cantidad y calidad, al acuerdo resultante; unos dialogantes ideales que aceptaran dialogar con el fin de alcanzar el mejor acuerdo posible y no con la mirada en convencer a los demás de su postura previa; un diálogo en el que pudieran participar todos los que tengan algo que aportar al acuerdo y/o estén afectados por el tema sobre el que se dialoga, de manera que nadie se considere avasallado por el acuerdo que se consiga; etcétera.

¿Podríamos decir entonces que estaría justificado mediante esta teoría la pretensión de los Parlamentos de fijar las “verdades históricas”? Creo que no. Para empezar, el consenso con el que se aprueba una ley en un Parlamento, si es que lo tiene, nunca es el resultado de un diálogo ideal como el que he esbozado arriba, sino más bien el resultado de las cábalas y algoritmos que deciden la representación política; más preocupados por la oportunidad y el interés a corto plazo que por la verdad. Por ejemplo, una de las cuestiones sobre las que se quejan los intelectuales e historiadores franceses en su manifiesto es que en la redacción de éstas leyes, en ningún momento, han sido consultados, y ellos si que formarían una parte natural de los dialogantes ideales que describía arriba. No se trata sólo de que sean los especialistas en la materia, sino que además son un colectivo especialmente afectado por estas leyes, dado que se pueden ver coartados en su actividad investigadora por la “espada de Damocles” de esta ley.

Podría resultar plausible que un historiador francés tenga que publicar fuera de su país, o incluso dejar su cátedra para ejercer en otro país, porque los resultados de sus investigaciones contradicen la ley del 23 de febrero del 2005. ¿Nos imaginamos la situación de un historiador francés presentando su solicitud de asilo político en España? Evidentemente no se hace ningún favor al espíritu republicano con estas leyes, que criminalizan la actividad intelectual y científica libremente ejercida. ¿Era esta la intención del legislador? ¿que se pretende con esta acción legislativa? Probablemente no, pero eso no evita el daño colateral, el efecto perverso de una ley que contraviene los principios de los que emana.

Estas leyes surgen de la presión de la actualidad sobre la historia, o más bien sobre la memoria de la historia. El imaginario colectivo acerca del presente se construye, muchas veces, sobre referencias a un pasado del que, aunque no formemos parte de él, nos afecta, nos “empata”. El objetivo parece que fue, en un primer momento, vacunarnos contra la intolerancia, impedir la repetición de los fascismos, pero se está haciendo desde unos presupuestos equivocados. Manuel Cruz, que tiene un ensayo dedicado por completo a este tema, nos propone lo contrario: “Quizá lo que más nos convenga en este momento sea precisamente potenciar al máximo un rasgo muy característico de las sociedades occidentales contemporáneas, a saber, el de que no se sirven del pasado como medio de legitimación (heredero, en última instancia, del linaje) [...]”5. Es una cuestión profunda, teórica, pero clara, no es democrático. El uso de la historia para justificar el presente es una forma arcaica de pensamiento político, más cercana al feudalismo que a la democracia moderna. Un Estado, una ley, un beneficio social no puede estar basado en algo que ocurrió en el pasado, porque eso lo convierte en una imposición sobre el presente.

¿Se me puede juzgar a mi por lo que hizo Hernán Cortés a los indígenas americanos? ¿tengo que penar yo por los errores de mis abuelos en la guerra fratricida del 36? ¿tiene derecho un bilbaino actual a disfrutar de más nivel de gasto público que yo por lo que hizo un rey con los fueros en el siglo XVIII? No. Un estado democrático tiene que responder a los ciudadanos actuales en base a derechos y deberes actuales, a reglas igualitarias y justas que disfruten los ciudadanos actuales. No se trata de olvidar el pasado, no es negar la memoria, es más bien ponerla en su lugar: el progreso depende de que avancemos, sin olvidar ni negar lo pasado, pero sin quedarnos anclados en él. Y no me estoy inventando nada, contra éstas ideas retrógradas ya lucharon los Ilustrados, todos sus argumentos contra los privilegios de la nobleza, contra las supersticiones o contra la tradición podrían ser invocadas ahora contra las leyes memoriales. La luz de la sola razón es la que debe de decidir la verdad, también la histórica.

No se tiene la razón por poner el adjetivo “democrático” a una ley, sino porque lo sea de una manera cierta y cabal; algo no es la verdad porque lo diga un Parlamento, por muy bienintencionado que sea; ni siquiera algo es democrático porque salga de la decisión de un Parlamento democráticamente constituido. Para poder atribuir la característica “democrática” a una ley o una decisión no sólo tiene que cumplir formalmente los requisitos, sino que debe estar inspirada por los principios democráticos. Es un ejemplo repetido hasta el hartazgo que Hitler alcanzó el poder de forma democrática, pero eso no significa que las leyes y decisiones que produjo su gobierno y ese Parlamento, lo fueran; de hecho eran profundamente antidemocráticas. No hay que irse tan lejos para buscar ejemplos, ahora mismo se debate en Holanda sobre la conveniencia o no de las coaliciones “sanitarias” para impedir el acceso al poder de los partidos de ultraderecha racista, con lo que se consigue una política antidemocrática y, como daño colateral, alimentar de votos a estos mismos que se pretende derrotar ¿No se está actuando atenazados por el miedo al pasado? Lo dicho, de buenas intenciones está el infierno lleno.

1I. Kant, “Crítica de la Razón Pura” (Kritik der reinen vernunft), 1781 y 87, prólogo a la 2ª edición , página 18, (BXIV), de, Alfaguara, traducción de Pedro Ribas.

2Para saber más sobre el tema, ver, por ejemplo, W. Kymlicka, La política vernácula. Nacionalismo, multiculturalismo y ciudadanía, capítulo 14 “La educación para la ciudadanía”, páginas 341 a 370, Paidos 2003

3Jacques Le Goff, citado por Manuel Cruz, Las malas pasadas del pasado. Identidad, responsabilidad, historia, página 170, Ed. Anagrama, 2005

4I. Kant, Respuesta a la pregunta ¿Qué es ilustración?

5Manuel Cruz, Las malas pasadas del pasado. Identidad, responsabilidad, historia, página 176, Ed. Anagrama, 2005

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